La muerte y la vuelta a Casa
MORIR ANTES DE MORIR
Cuando piensas en la muerte, hay una parte de ti, la que llamamos objetiva, que ve el morir como una realidad irrefutable, ve como alguien que estaba ya no está, y percibe, y es vox populi la idea de que la
vida tiene un principio y un fin, porque ves que cuando alguien muere, para ti esa persona ha dejado de existir el mundo continúa.
Todo parece de una realidad absoluta, irrefutable. Pero, has experimentado alguna vez, o tienes la profunda sensación de que, ¡eso no puede ser, cómo me voy a morir yo!, si me muero se acaba el mundo?
En cierta ocasión Carl Jung dijo que la mayoría de personas de mas de cuarenta años que acudían a su consulta era debido a problemas existenciales.
Si, a partir de una cierta edad, todos los objetivos que nos habíamos marcado en este mundo para lograr la felicidad se han ido agotando, se han ido cayendo uno a uno, o bien han resultado un fracaso o una vez conseguido hemos descubierto que no nos hace feliz, que eso no era lo que realmente buscábamos, que se trata de algo más.
De jóvenes estamos construyendo un yo, nos llenamos de creencias de lo que es el mundo y nos marcamos objetivos con los que pensamos que nos vamos a realizar. La realización profesional, familiar, económica, y aunque en el fondo está la vocecita del espíritu que nos susurra constantemente quienes somos, nuestro deseo de reafirmar nuestra individualidad y de decidir de manera autónoma nos impulsa, condicionados por ciertas creencias, y apuntamos hacia el logro de los objetivos de la personalidad que nos hemos creado. Nos aferramos al cuerpo como parte de esa identidad que creemos ser, y a los pensamientos que lo reafirman y lo sostienen.
Gradualmente, nos vamos dando cuenta de que todo ese impulso hacia afuera no nos lleva a lo que realmente buscamos. No somos conscientes de ello pero todos buscamos lo mismo, y esto es la Paz interior. Escribo Paz con mayúsculas porque no es una paz de estar tranquilo, sino la profunda Paz de nuestra naturaleza esencial.
Así que, a mitad de la vida empieza el camino de retorno hacia la Fuente de la que partimos. Esa Identidad Espiritual que en realidad somos, llamémosle Mente superior, Yo esencial, Espíritu, Ser, Consciencia, Dios, etc. son los múltiples nombres para nombrar lo que somos.
Cada cual tenemos nuestro proceso y nuestro camino, pero hay algo común para todos y es constatar lo efímero e impermanente que es todo el mundo manifiesto. Podemos contemplar como las ideas, las ilusiones, los sentimientos, las cosas, aparecen y desaparecen, que nada es estable, nada perdura. Vemos como progresivamente nuestro mundo se va desmoronando, perdemos a nuestros seres queridos y también poco a poco el deterioro de nuestras facultades físicas y mentales hasta que finalmente soltemos el cuerpo.
Visto así suena muy deprimente, si no fuera porque lo que realmente se pierde es la envoltura, el traje, el vehículo con el que la verdadera identidad que lo habita ha podido hacer su función en el mundo físico y simplemente cuando la tarea se ha completado, se desecha.
“Un Curso de Milagros” dice que cuando el cuerpo ha cumplido con su misión, se dejará a un lado:
“Cuando tu cuerpo, tu ego y tus sueños hayan desaparecido, sabrás que eres eterno. Tal vez pienses que esto se logra con la muerte, pero con la muerte no se logra nada porque la muerte no es nada. Todo se logra con la vida, y la vida forma parte del ámbito de la mente y se encuentra en la mente. El cuerpo ni vive ni muere porque no puede contenerte a ti que eres vida.”
Puede que nos resistamos a ello, que aún identifiquemos algún aspecto del mundo como el camino que nos va a hacer feliz, como la cosa que nos va a completar.
A esto, los budistas lo llaman apego, cosas a las que nos agarramos, a ideas, personas, posesiones, y al cuerpo como forma de sostener la identidad que creo ser.
La vuelta a Casa no significa necesariamente la muerte del cuerpo, volver a Casa es recordar nuestra verdadera identidad, y el cuerpo es el vehículo que tenemos para ello.
A lo que si tenemos que morir es a considerar al ego y al cuerpo como nuestra identidad. La realidad de lo que somos está más allá de la forma.
Una inspirada cita de Eckhart Tolle respecto al sentido de vida:
«Lo opuesto de la vida no es la muerte,
lo opuesto de la muerte es el nacimiento,
la vida es eterna»
Conectar con la verdadera identidad no es “fugarse” del cuerpo, mirar para arriba y disociarse, disociados ya lo estamos, perdidos en un carrusel de pensamientos sin fin, ocupándonos de interminables tareas y distracciones con la intención inconsciente de escaparnos, de seguir huidos de quien realmente somos, reafirmando de esa manera la falsa identidad, el ego que hemos fabricado y con el que estamos identificados.
Estamos disociados del Ser espiritual que somos, y utilizamos las cosas del mundo como defensas para no recordar, para evadirnos de esa realidad.
La identidad que nos hemos fabricado, el ego, trata de mantener alejada nuestra verdadera realidad, ya que aceptarla implica aceptar su inexistencia, por lo tanto, mantiene, como ya sabemos, una intensa actividad mental que afirma y reafirma continuamente esa aparente identidad. Si dejáramos de pensar, esta forma mental, emocional y física desaparecería como una entidad separada.
No soy el habitante de un cuerpo vivo. Soy la vida que anima el cuerpo
Eckhart Tolle
La muerte es únicamente la desaparición de algo, el desvanecimiento de un contenido que “llenaba” nuestra existencia de una forma temporal, como lo son todas. De hecho eso pasa todos los días, y en todo momento. El soltar es dejar ir, permitir que lo que se tiene que ir se vaya sin tratar de tapar.
Cada vez que algo se suelta queda un vacío, pero si lo miramos bien y evitamos taparlo o rellenarlo con historias, a su través podemos tomar conciencia de la eternidad.
Cada pensamiento, cada sentimiento, cada creencia, cada habito, cada cosa a la que estamos apegados tapa un espacio, esto es lo que constituye nuestro mundo, si uno de ellos se destapa revelando su condición transitoria y efímera, y a su vez su inexistencia como entidad separada, permite entrar algo más la Luz de la Divinidad del Ser que en realidad somos.
El auto reconocimiento es la función para la que estamos aquí, y además no es opcional, es ineludible. Podemos darnos cuenta o mantenernos inconscientes, remaremos a favor aceptando, o lo haremos en contra con el sufrimiento que conlleva.
Y, en este sentido, el cuerpo es el vehículo mediante el que podemos despertar a la cualidad informe que subyace a él y a su vez atestiguar que no somos el cuerpo.
Aprovechar el vehículo que habitamos, utilizar el cuerpo para trascenderlo.
Leamos la observación de Ramana Maharshi:
Si se rastrea el miedo a la muerte hasta el objeto cuya pérdida le dio origen, se verá que ese objeto no es el cuerpo, sino la mente que funciona en él. Lo que el ser humano teme perder es la conciencia, no el cuerpo. El ama la existencia que es su propio Yo.
¿Por qué no apegarse a la conciencia pura ahora mismo, mientras estamos en el cuerpo, y quedar libres de todo miedo?
En muchas culturas antiguas, los ancianos han sido reconocidos como fuente de sabiduría. En la nuestra no caemos en este detalle, estamos tan cegados con los valores relacionados con la supervivencia, la productividad y el consumo que pasamos por alto que en la medida en que hay ciertas habilidades que disminuyen, hay unos valores que aumentan.
A medida que determinadas condiciones del cuerpo se debilitan, la Consciencia y las cualidades que esta representa aumentan. Esta realidad es negada, no solo por los más jóvenes en relación a sus mayores, sino por los ancianos mismos que se ven a si mismos como una carga, como un despojo, ya que ellos mismos tampoco perciben el potencial trascendente que está emergiendo. Cuando la Consciencia que subyace a la forma es negada, no se ve, se relega a la inexistencia.
Esta visión de como el contenedor, con la edad se va desvaneciendo y fundiendo de forma natural, está ilustrada en una preciosa metáfora por Bertrand Russell en este texto:
[…] en un anciano, que ha conocido las alegrías y las tristezas humanas, que ha terminado la obra que le cabía hacer, el temor a la muerte es algo abyecto e innoble.
El mejor modo de superarlo —por lo menos, ésta es mi opinión— consiste en ampliar e ir haciendo cada vez más impersonales sus intereses, hasta que, poco a poco, retrocedan los muros que encierran al yo, y su vida vaya sumergiéndose crecientemente en la vida universal.
Una existencia humana individual debería ser como un río: al principio pequeña, estrechamente limitada por los márgenes, fluyendo apasionadamente sobre las piedras y arrojándose por las cascadas. Lentamente el río va haciéndose más ancho, los márgenes se apartan, las aguas corren más mansamente y, por último, sin ningún sobresalto visible, se funden con el mar y pierden, sin dolor, su ser individual.
Rafael Martiz
2024